Texto + fotos: Tito Cornejo Crosby, del equipo CxN.
Hace 4 horas dejamos Cusco y ya casi estamos arriba. Las alturas de Paucartambo dejan que el camino afirmado siga subiendo hacia el abra Acjanaco, donde los 3.560 m.s.n.m de este paso en las últimas montañas de la sierra marcan el principio del final de los Andes. Pasamos unas curvas más y ya estamos en el punto más alto de la ruta. Bajo de la camioneta y siento la tierra húmeda bajo mis pies al dar los primeros pasos. El olor a bosque es inconfundible, y se siente mientras sigo una trocha hacia la punta del abra y voy cerrando los ojos. Llegamos. Desde la suela de mis zapatillas hasta donde las nubes no dejan ver más, se extiende el lugar más biodiverso del planeta. Ya puedo abrir los ojos. Acabamos de llegar al Manu.
Las nubes se internan en el bosque de montaña como si fueran el mar, bajo la mirada atenta del Apu Cañajuay. Más abajo, los pumas y osos de anteojos dominan las laderas y terrenos accidentados del bosque de nubes, donde caminar se vuelve casi imposible para la gente. Pero ahí está Wayqecha, a 15 minutos de bajada desde Acjanaco, una estación biológica para investigadores y viajeros enclavada en las alturas con una vista indescriptible de las montañas desapareciendo en la planicie amazónica. Sus 700 hectáreas de extensión tienen una gradiente de 1.200 metros de altura, en la que existen distintos tipos de hábitats terrestres que son aprovechados para la investigación y la educación. Es en este mundo de orquídeas, musgo y bromelias donde pasaremos la primera noche. A 3.000 metros de altura todavía hace frío cuando cae la noche y el silencio se apodera del lugar. Solo las cámaras trampa saben lo que camina alrededor del albergue cuando lo único que podemos ver nosotros son las estrellas que llenan el cielo del valle de Kosñipata. Hay tanto silencio que los que nos quedamos un rato afuera antes de dormir hablamos casi susurrando. A soñar.
Las aves salen antes de salir el sol. Al amanecer, las trochas y puentes colgantes de Wayqecha dejan que las veamos volando por encima del manto de nubes que se estanca entre las montañas repletas de verde. Atrás de alguna de ellas, el sol empezará a salir y el día le irá ganando poco a poco al frío. Tiempo de seguir avanzando en la ruta.
El camino va bajando por curvas y caídas de agua hacia la selva alta mientras sigue desde lo alto al río Kosñipata. El bosque de montaña se vuelve cada vez más tupido, creando el hábitat del gallito de las rocas y el mono choro. El olor a verde es más intenso, los sonidos son más fuertes y van apareciendo más pájaros en la ruta. Un ayaymama (Nyctibius maculosus) parado sobre una rama, casi invisible, nos mira pasar desde arriba. Quien sabe qué más estará por ahí viéndonos pasar.
Tres horas después de salir de Wayqecha llegamos a Pillcopata a medio día, donde agarramos un desvío que cruza el río Tono por un viejo puente y después de cinco minutos entramos a la antigua hacienda Villa Carmen, convertida hoy en día en otra extraordinaria estación biológica. Hoy nos toca quedarnos aquí. Estamos a 550 m.s.n.m., en medio de las últimas montañas de la selva alta, donde los ríos Pillcopata y Piñipiñi confluyen para convertirse en el Alto Madre de Dios. Al estar al pie de los Andes, en las 3.066 hectáreas de Villa Carmen también existen distintos ecosistemas entre los 1.200 y 550 m.s.n.m. que son recorridos por 50 kilómetros de trochas. Después de almorzar, uno de los caminos en el monte nos lleva bajo el calor intenso de la tarde hacia una oroya que cruza el río Piñipiñi y llega a una playa de rocas. Pocas cosas te pueden llenar tanto de vida como estar totalmente sumergido bajo el agua que baja de las montañas del Manu.
Va entrando la tarde y nos vamos hacia territorios de la etnia Wachipaeri, donde vive una pequeña comunidad nativa que sobrevive al paso del tiempo. Queros no tiene más de diez casas. Dicen que su gente se va yendo poco a poco a otros lugares, que los años pasan y la cultura se va perdiendo. Ante este problema, surgió la alternativa del turismo sostenible como una actividad económica que permita mejorar la calidad de vida de los habitantes y evite, o al menos prolongue, la desaparición de su linda comunidad ancestral. Las cabañas con techos de palma están construidas alrededor de un enorme jardín en el que nos reciben los niños, que luego bailan mientras uno de los jefes de la comunidad canta en su idioma nativo, el Wachipaeri. El sol se va ocultando entre las montañas y el día termina con un cálido y suave color anaranjado que se posa por un rato sobre la selva. Lo mejor de la luz de la tarde es que va creando momentos, antes de desaparecer.
La noche va cayendo en el camino de vuelta a Villa Carmen. Los anfibios aparecen y una serpiente cruza nuestro camino mientras buscamos al caimán enano (Paleosuchus palpebrosus). Dicen que han visto uno cerca de la estación. Esta pequeña especie de mal carácter vive en las quebradas o riachuelos del bosque y no nos demoramos mucho en encontrarlo gracias al brillo de sus ojos. Bajo los sonidos del bosque, caminamos de regreso a la estación por una trocha donde encontramos rastros de un jaguar que estuvo por aquí hace algunas noches. Cada quien se guarda en su cabaña esperando que hoy no ande cerca. Otra vez a soñar.
El sol sale muy temprano en la selva. Los paucares empiezan a cantar cada vez más fuerte mientras la luz te va encontrando y abres los ojos. Abro la ducha y termino de despertarme con el agua fría listo para un desayuno de frutas y café. A pesar de ser las 5:30 am y un día de semana de trabajo, todos salen de sus cabañas con una sonrisa, listos para lo que se viene. La camioneta ya está lista. Con la mejor de las energías y la mente totalmente despejada, salimos de Villa Carmen hacia Pillcopata para agarrar el camino que continúa descendiendo hacia la selva baja. 45 minutos más allá, la camioneta se detiene en un acantilado al borde del camino. Todos se bajan para ver. Un inmenso río de aguas que reflejan el azul del cielo sale de las montañas y se interna en una planicie eterna de árboles. Es el Alto Madre de Dios. Acá se acaba la ruta por tierra. Abajo de nosotros, en el puerto de Atalaya, está amarrado el bote que nos llevará por varios días hacia lo más profundo del Parque Nacional del Manu.